Wednesday, May 31, 2006

Dinero prestado/González


A esta casa de empeño no sólo se viene para salir de un apuro urgente, para pagar medicinas, renta, comida, ropa o vacaciones. Una joven entra para dejar un reloj de oro que le regaló su ex novio. Ahora, a cinco meses del rompimiento no quiere saber nada de él. No piensa refrendar su préstamo y lo dejará a la venta.

Álvaro González

La mujer sacó dos collares y un par de aretes de una pequeña bolsa negra de tela metida en su monedero. Entregó al valuador el regalo que le dieron sus padrinos el día de la fiesta de sus quince años. El valor sentimental de las joyas que trae a la casa de empeño Prendamex es grande, dice, pero por ahora eso se olvida, pasó el mes de julio y debe pagar la renta de los dos últimos meses.

El valuador las observa a detalle mientras la mujer se recarga en el mostrador. Pone una gota de ácido nítrico sobre las joyas y descubre su autenticidad y kilataje. Hace la valuación y Blancaparece satisfecha porque minutos después recibe el préstamo y firma el contrato. La operación apenas dura unos minutos. Las condiciones son las siguientes: si decide que la prenda continúe empeñada tendrá que renovar un contrato cada tres meses y se le cobrará intereses de aproximadamente 3.5 por ciento añadido al monto prestado. Si no tiene el dinero para desempeñar su prenda, ésta pasará al mostrador que está frente a la ventanilla de empeños para ponerse en venta.

“No me gusta atrasarme, hoy lo hice, acaban de despedir a mi esposo, pero con esto alcanza para la renta... aunque esperaba que me dieran más porque es joyería fina”. Esta era la primera vez que Blanca acudía a una casa de empeño, de hecho creía que las únicas instituciónes que prestaban dinero eran el banco y las cajas populares.

En México el mercado prendario está presente en poco más cuatro millones de familias: 2.5 acuden al Monte de Piedad y 1.5 a Prendamex, las dos empresas privadas más grandes que realizan esta actividad en el país. En el 2002, las 140 instituciones de asistencia privada que existen, ofrecieron a la gente préstamos que sumaron 6 mil 762 millones de pesos. Verdaderos motores de le economía.

En Prendamex solamente se recibe joyería y oro. A diferencia del Monte de Piedad, donde se empeñan electrodomésticos, muebles, automóviles y préstamos hipotecarios, además de joyería.

No pasan más de diez minutos en la sucursal de Plaza del Sol cuando llega otra mujer. Su camioneta Lobo de modelo reciente se estaciona en doble fila en una de las calles aledañas. La acompaña su hija, que se queda dentro del auto.

Camina rápido y desde lejos se alcanzan a escuchar sus tacones. Más cerca, el pelo teñido de negro luce con unos lentes negros que se ha subido en una especie de diadema. Lleva pantalón rojo y una blusa blanca con los dos últimos botones desabrochados y un bolso en su mano.

La valuación tarda apenas unos minutos, los mismos durante los cuales su hija habla por celular dentro de la camioneta. La mujer sale del lugar y mete el dinero en el bolso al momento que niega una entrevista.

El sitio vuelve a quedar solo. Han entrado en la última media hora dos personas a ver la joyería que se vende en unos sencillos aparadores. “He venido varias veces a ver cosas para mi novia. Me gusta comprar aquí porque resulta más barato que en cualquier joyería” dice uno de ellos envolviendo su mercancía. Otros sólo observan.

Cerca de la hora de cierre, un hombre que viste traje color marrón se acerca al policía que cuida el lugar y le pregunta el horario del lugar. Al ver que falta poco y no alcanza a hacer su operación se retira.

Al día siguiente una señora trae un par de collares que el valuador rechaza. Con un niño en brazos se retira de la sucursal para tomar el camión. En la parada explica que necesitaba el dinero urgentemente para comprar unas medicinas que neceita su hijo que no encontró en el Seguro Social.

Sin embargo, a esta casa de empeño no sólo se viene para salir de un apuro urgente, pagar medicinas, renta, comida, ropa o vacaciones. Una joven entra para dejar un reloj de oro que le regaló su ex novio. Ahora, a cinco meses del rompimiento no quiere saber nada de él. No piensa refrendar su préstamo y lo dejará a la venta. No dice su nombre por miedo a que su ex pareja se entere. En tres meses más el reloj regalado en su cumpleaños visitará los aparadores. “No te puedo decir cuánto me dieron, pero me urgía deshacerme del reloj. Cuando lo veía me enojaba porque me acordaba de él”.

La clase media y alta se ha apoderado de Prendamex. “Una vez llegó un señor con un reloj Rólex de oro y le dimos 30 mil pesos, es el más alto precio que he valuado”, explica Jaime Ríos, valuador que también trabajó para el Monte de Piedad. “Normalmente la gente trae buenas joyas, muy pocas veces me he encontrado con mercancía chafa”.

Prendamex nació en 1996. En siete años ha abierto más de 170 sucursales en el país, 90 más que el Monte de Piedad que cuenta con 80. En Guadalajara comenzaron operaciones en noviembre pasado. En menos de un año han abierto cinco sucursales en distintos puntos dentro de la Zona Metropolitana. “Es una institución fuerte y tenemos muchas ventajas con respecto a otros lugares de empeño. Los objetos están asegurados mientras se encuentran en nuestras bodegas. Las joyas son muy bien tratadas, se sellan y se etiquetan frente al usuario y sólo la persona que lo empeñó puede venir por sus prendas”, dice Laura Elena Márquez, Gerente Regional de la Zona de Occidente.

Márquez explica que el éxito de las casas de empeño en México se debe a que se trata de una especie de crédito a corto y largo plazo, según lo desee el cliente, que se da rápido, sin tantos trámites y estudios socioeconómicos, dando a la gente soluciones urgentes cuando el dinero hace falta.

En el Monte de Piedad el ambiente es muy distinto. En su tienda se ofrece discman a 200 pesos, reproductores DVD a 500, televisores, salas, cámaras de video y fotografía, salas, computadoras, aparatos electrodomésticos, paquetes de 15 discos compactos de distintos géneros (predomina la música de banda y ranchera) a 300 pesos y de 7 DVD a 700 pesos, todos sin ningún tipo de garantía. El aparador donde se encuentran las joyas usadas es el más concurrido.

A una puerta de distancia se encuentran las ventanillas de empeño y desempeño. La fila de pignorantes es larga y casi llega a la calle. “Y cuando terminan las vacaciones hay todavía más gente, ahorita está solo”, dice uno de los guardias de seguridad. Cada una de las cuatro líneas tiene cerca de 50 personas, la dedicada a la joyería, otra a los electrodomésticos, una para el desempeño y la más larga, la del refrendo para seguir con el empeño, trámite que se hace cada cuatro meses en el que se incluyen intereses y gastos por almacenaje. Una de las políticas del Monte de Piedad es que la prenda no puede ser refrendada más de tres veces.

Afuera de la sucursal los coyotes se mueven rápido ofreciendo mejores precios. Alrededor de diez cercan la sucursal ubicada en la Calzada Independencia y Dr. R. Michel es cercada a cuadra a la redonda.

Los clientes pocas veces mantienen relación con éstos y prefieren lo seguro. “Un día un primo vino con ellos y perdieron su mercancía sin pagarle un peso.” El hombre viste pantalón de mezclilla y carga con un televisor marca Sony de 20 pulgadas. Un policía le abre la puerta al notar que apenas si puede mirar. 40 minutos después sale con el efectivo, dice que no es mucho pero le hace un “paro” para llevar adelante esta semana. “Espero que pronto me paguen unos trabajos de carpintería que he hecho para venir por la tele, porque si no ¿dónde voy a ver el futbol?”

Los llamados bancos de los pobres, ahora no lo son tanto. Sin embargo, siguen siendo parte fundamental de la dinámica económica en México. El giro prendario representa para el país un mercado de seis mil millones de pesos, según el presidente del Consejo de Administración de Prendamex Roberto Alor Terán en una entrevista concedida al periódico Reforma. Mientras que el Monte de Piedad realiza anualmente trece millones de operaciones de préstamos. El dinero se mueve.

Banda Chilanga, chilanga banda/Soto


Sin duda ninguna tocada podrá compararse con esa noche en el Distrito Federal, porque no es lo mismo corear con Café Tacvba “Chilanga banda” al lado de miles de chilangos que hacerlo con miles de tapatíos, por muy miles que sean, o cantar “El metro” en el corazón de una ciudad con once líneas cuando en mi rancho apenas hay dos de Tren Ligero

José Soto

La plancha del Zócalo es más grande de lo que aparenta. Puedo confirmarlo. Cuando parece que está llena, una sonda mística la ensancha y permite que la marea humana se extienda incluso a las calles colindantes a la plaza de la Constitución, en el corazón de la ciudad de México.

Puedo confirmarlo, repito, porque yo estuve en la celebración de los 16 años del Café Tacvba. Y no lo vuelvo a hacer.

Fue el sábado 4 de junio, dos días después del concierto de Nine Inch Nails en el Palacio de los Deportes. Se trataba de romper el récord implantado en la presentación gratuita de Chayanne, el músico puertorriqueño que convocó a 130 mil personas en la plaza. Y el objetivo se cumplió con creces: 170 mil personas, aunque estoy seguro que éramos más, porque las estadísticas por metro cuadrado no incluyeron a las decenas que miraban a los tacubos desde el Majestic ni desde las oficinas de la Jefatura del Distrito Federal. De hecho, estoy convencido de que los matemáticos contratados por Andrés Manuel López Obrador no tomaron en cuenta a la gente apostada en las calles Tacuba, 5 de Mayo, 16 de Septiembre, 20 de Noviembre, Pino Suárez... No lo hicieron, estoy seguro, porque al terminar el concierto toda esa gente inundó el Paseo de la Reforma, el Eje Central, la avenida Hidalgo, Banderas... Inundó el propio Centro Histórico de la ciudad de México en busca de amigos, agua, cervezas y un lugar donde descansar del ajetreo provocado por la multitud.

Una vista desde la colina

Llegué a la plaza a las siete de la noche, pero estuve monitoreando la zona desde las tres de la tarde, cuando ya había gente apostada frente al escenario, en espera del concierto programado para las ocho y media de la noche. Qué importaban los 30 grados centígrados y el rebote del sol sobre la plancha del Zócalo, qué significaban para esa gente las horas de vigilia; custodiaban un lugar privilegiado.

Me instalé sobre la plancha, del lado Este del Zócalo. La gente bebía agua, compraba periscopios de cartón, discutía sobre las canciones que quería escuchar; y mientras, la plaza se iba convirtiendo en un hormiguero donde todos nos apretábamos más y más.

Y la explosión se produjo, a la hora exacta. La plaza se tornó una violenta marea con vida propia, que saltaba y formaba corrientes y olas y tsunamis. La letra de “El espacio”, del disco Revés, pareció el comienzo ideal para una gran fiesta: “De pronto me encontré viajando a gran velocidad, la atmósfera crucé y dejé de sentir la gravedad, y en instantes me perdí entre tanto astro fugaz”. Una gran fiesta que no se detuvo en tres horas.

Yo iba con cinco personas, cuatro de Guadalajara, una del Distrito Federal, pero en los primeros acordes de “El espacio” los perdí a todos; después supe que los acordes de “Cero y uno” y “Eo. El sonidero” nos iban distanciando más entre la multitud. A diferencia de ellos (uno incluso regresó a su hotel durante la primera pieza del concierto), la corriente me arrastró a un sitio muy cercano al asta bandera, en el centro de la plaza, como si el dios del rock me tentara y me llevara a la punta de la colina, donde viví el mejor concierto de Café Tacvba del que tenga memoria.

Quizá pudiera compararlo con la emoción de verlos en la Concha Acústica de Guadalajara en diciembre de 2004, acompañado de mi novia, pero ese día apenas tocaron dos horas. O tal vez deba recordar el concierto de noviembre de 2003, donde fui parte de esa masa de 30 mil personas que bailaron en la plaza Juárez, también de Guadalajara, aunque en esa ocasión me rompí el pie izquierdo en el slam y convalecí durante tres meses.

Pero sin duda ninguna tocada podrá compararse con esa noche en el Distrito Federal, porque no es lo mismo corear “Chilanga banda” al lado de miles de chilangos que hacerlo con miles de tapatíos, por muy miles que sean, o cantar “El metro” en el corazón de una ciudad con once líneas cuando en mi rancho apenas hay Tren Ligero. Nunca será lo mismo escuchar “Eo. El sonidero” en una ciudad que cada fin de semana congrega a centenares de parejas para bailar a los cuatro vientos, o tararear “El baile y el salón” en una plaza donde no hay más que cabezas y brazos levantados reclamando el himno tacubo.

Tres horas de energía

El espectáculo del Zócalo se pareció mucho al contenido en el DVD Un viaje, puesto a la venta en mayo pasado y que reúne los dos días de la celebración por el quinceavo aniversario de la banda en el Palacio de los Deportes, en noviembre de 2004. De hecho, hasta las palabras de Zizu Yantra, el vocalista de los tacubos, fueron similares a las de aquellas dos noches: “Queremos saber si a ustedes la música loca, la música desenfrenada, la música de los jóvenes les hace vibrar tanto como a nosotros mismos” y “Ahora, aprovechando este momento [mientras Lino Nava interpretaba un solo en “La chica banda”], presentaré al nuevo integrante de la aventura musical del Café Tacvba y le pediré que entregue unas bonitas preseas”.

El listado de canciones tampoco varió mucho, con excepción del orden. En lo que sí hubo movimientos fue en la rotación de invitados, pues ahora convocaron —además de Lino Nava (La Lupita), Jaime López, Rocco (Maldita Vecindad) y Alejandro Flores (considerado por muchos como “el quinto tacubo”)— a Miki Huidobro y Tito, de Molotov; El Señor González, ex Botellita de Jerez; Álvaro Henríquez, de Los Tres de Chile; dos músicos de “world music”, como los presentó el propio Zizu, y a Güili Damage, con quien cerraron la noche con una versión extraña de “La cumbancha”, original de Agustín Lara.

Más allá de las notas de prensa, que consignaron a ocho columnas el número de lesionados (Reforma: 100, La Jornada: 200, Milenio, 300, en números cerrados), el caso de la chica electrocutada y la poca capacidad de maniobra de los responsables de seguridad del gobierno capitalino, este tapatío puede gritar con orgullo: ¡¡estuve en la celebración de los 16 años del Café Tacvba en el Zócalo!

La sonrisa de Elena/JJ Blanco


José Joaquín Blanco

Elena Poniatowska empezó desde arriba, con total insolencia. Ya están desde el principio su estilo, su ironía, su ritmo, su música, su crítica, su desparpajo, su chantaje de que "soy sencillita pero cuídate de mí más que de una bruja"; su voluntad de sonrisa y de vida. Su talento sobresaltó en los cincuenta a su "tío" Salvador Novo, con mucho el más sensible termómetro cultural de que disponía el país.

Alfonso Reyes pudo haber dicho de ella: "Nació como Minerva, completamente armada". En efecto: Lilus Kikus, Palabras cruzadas y Todo empezó en domingo ya revelaban, en lo esencial, a la escritora Elena Poniatowska que admiramos en este fin de siglo.

Abundan, para mi gusto, los vuelos de ángeles en la Ciudad de México que describe con "tanta chispa", según se decía durante los años cincuenta, en Todo empezó en domingo. ¡Tanta gracia en la ciudad! Pero el ángel es Elena y no tanto la Ciudad de México, la cual sonríe en este libro en el rostro de su autora, y no tanto por sus méritos urbanos, igual que sonrió con tan entrañable ademán y escasos merecimientos propios en los libros de Bernardo de Balbuena y de Salvador Novo, y en las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera.

Pero nunca hubo un paraíso en estas partes, ni una región muy transparente. Si uno se asoma a los archivos, a las hemerotecas, a la literatura, encontrará que todo siempre ha sido espantoso. La Ciudad de México aparece como bonita o fea por puros méritos ideológicos, o por vicisitudes, caprichos y, sobre todo, por voluntarismos líricos.

Nuestra ciudad parece bonita cuando hay un Gutiérrez Nájera que la cante, cuando no, no: queda desnuda e inerme ante los hechos indiscutibles del atroz panorama de su fealdad ridícula y su mundialmente célebre desigualdad social. Toda la diferencia suena en que haya o no un Gutiérrez Nájera que la cante.

Elena Poniatowska nos ha enseñado, con muy duros tonos, la crítica de la vida —La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, sus crónicas del temblor— y del país; pero siempre hay en su bandera una sonrisa indirecta, una voluntad de vida, y no sólo de la Vida como proyecto y teoría, sino de la vida que hay que vivir, banal o insoportable, minuto a minuto. La sonrisa esencial para las minucias instantáneas. Dijo Auden en su poema de homenaje a Voltaire: "Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar".

Elena pinta en este libro una ciudad muy diferente de la que nos mostraron en esos mismos años Buñuel en Los olvidados y Revueltas en Los errores, porque era más joven que ellos, y sus ojos estaban llenos de gracia y no de experiencia; acepto su México iluminado porque veo la sonrisa de la escritora. Así acepto también, agradecido, las sonrisas de Balbuena, de Gutiérrez Nájera, de Novo.

Recuerdo en mi infancia otra ciudad, harto diferente de la que podría deducirse, en una lectura nostálgica, de las crónicas de Elena. Ya era, entonces, una ciudad agresiva, hosca, invivible, peleonera, policiaca, intransitable. Todos los escritores extranjeros que la visitaban la encontraban menos soportable que Tánger o Calcuta, aun en los años cincuenta. Los provincianos ya la detestaban. Los únicos que no estábamos enterados éramos los chilangos. Hay un mito de la impecable ciudad de los cincuenta como el que ocurrió de la "ciudad de los palacios" del siglo XIX: ambas horrendas, con escasos espacios disfrutables, siempre ariscos y carísimos, como la actual.

Recuerdo en los cincuenta ya la ciudad del Nada y del nunca pero no "nadie" sino todo mundo estorbándole a uno el paso en todos lados; colas para todo y sin conseguir nada. Para cualquier trámite ínfimo (la leche de la Conasupo, o como se llamara entonces, y la entrada al kínder); las "influencias", las credenciales (en esos años, hasta simples tarjetas de visita). Desde entonces.

Sin embargo, parecería escasa, desde la perspectiva actual, aunque ya era todo un escándalo mundial, la truculencia policiaca en asuntos civiles: todo se resolvía con "una feria". "Una feria" significaba en esos años ahora nostálgicos poco dinero (digamos, dos o tres días de salario). Sin "feria", quién sabe. Pero no era común esperar extrema crueldad deliberada de parte del hampa ni de la policía. No existía el actual pánico de la calle.

Ya era entonces, sin embargo, también una ciudad incaminable, aunque yo me esforzara por caminarla entre viaductos y puentes peatonales, como creo que muchos niños y jovencitos, pese a todo, la siguen caminando en estos nuevos tiempos de Blade Runner.

La miseria asomaba menos. Uruchurtu la tenía a raya. Prohibido invadir el coto minúsculo, saturado de camellones floridos y de jardines: los alrededores de Paseo de la Reforma, Polanco, Juárez, Condesa, Coyoacán, Del Valle, Florida, Las Lomas; detrás de la raya se extendía el terror que filmó Luis Buñuel en Los olvidados, que narró José Revueltas en Los errores, que recuerda la propia Jesusa Palancares en la novela Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska; que dejan entrever las películas de Pardavé y de Tin-Tan.

No añoro pues ningún pasado en Todo empezó en domingo. Me asombra la precoz, límpida capacidad de instantánea prosística: recuerdo los elogios de Rulfo a Lilus Kikus; celebro su disposición de voltearse, como flor, al lado en que da el sol.

Alabo su sonrisa. Alabo la intrepidez de esa chamaquilla, que, como diría Simone Weil, "en el infierno se creyó, por error, en el paraíso". Creo que esa voluntariosa necesidad o urgencia de dicha prosperó en su novela Hasta no verte, Jesús mío, en la cual logra el paisaje de la pobreza desde el honor, la altivez y la energía de una voz narradora sumamente vitalista, por más que la realidad obstaculice a cada rato a su personaje igualmente admirable.

Jesusa Palancares comparte parcialmente la época y, a regañadientes, el vitalismo de Todo comenzó en domingo. Sonríe con una arruga severa de labios, una verdadera sonrisa del alma, austera, seca pero florecida. Una florecilla de arruga, limpia y parca. La auténtica flor azul.

Esta sonrisa no es ajena a La noche de Tlatelolco, el libro más conocido de Poniatowska y una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea. Mientras todos los sabihondos sociólogos y filósofos pretendían no sé qué tesis doctorales descifradoras de no sé qué signos, Elena, insolentemente, asumió su ambigua modestia de reportera y fabricó un "coro", como se ha dicho, y con tal afinación y armonía, con tal verdad y profesionalismo, que destruyó por sí mismo el monopolio que el Poder tenía de la expresión pública.

Construyó en sus páginas un paradigma de sociedad democrática, coral, como todavía no logramos construir en la realidad. Y entonces ocurrió una verdadera votación democrática, inaudita: la que cientos de miles de lectores hicieron al ir a comprar ese libro. Libro por libro. Un voto de calidad mayúscula, la compra de cada ejemplar de La noche de Tlatelolco.

En el plano literario, podemos legítimamente enorgullecernos de la obra maestra que logró el reportaje, o la historia oral, o la crónica, o como se quiera llamar a un género tan ambicioso como La noche de Tlatelolco. Episodios equivalentes más difíciles, en Europa, Asia, Africa o los Estados Unidos no contaron con semejante audacia y plenitud profesional. ¿De veras el New Journalism ocurrió en Nueva York? No, culminó sobre todo en un libro mexicano de Elena Poniatowska.

El Juego del Hombre/Villoro



Juan Villoro

Ángel Fernández, el locutor que renovó el imaginario del fútbol y decidió mi vocación por la palabra, cumplió 80 años en agosto de 2005. No quisiera prestigiar mi infancia diciendo que fue «dramática», pero sin duda fue un periodo gris, determinado por miedos y vacilaciones. En esa época en que yo era un deportado psicológico, la primera señal de rescate llegó en la voz del hombre que narraba los partidos como gestas de La Ilíada.

Ángel vivió un momento decisivo en la cultura de masas, el paso de la radio a la televisión. Formado en la escuela radiofónica, donde había que precisar el rumbo de la pelota, entendió que la televisión comportaba otros desafíos. De poco sirve explicarle al espectador lo que está viendo. El rapsoda del estadio Azteca se desentendió del discurso objetivo y convirtió la cancha en un pretexto para la metáfora. Enemigo de la mesura, creó un tejido narrativo en el que intervenían poemas, canciones, anécdotas y epigramas que delataban el eléctrico estado de su mente. Cuando Cristóbal Ortega debutó con el América dijo en forma inolvidable: «Señoras y señores, hemos vivido en el error: ¡América descubrió a Cristóbal!» Sus alardes fueron legión... Un lateral alemán avanzaba con enjundia: «Ahí viene Hans Peter Briegel, que en alemán quiere decir 'Ferrocarriles Nacionales de Alemania'». Un jugador se encaraba con otro: «'El Alacrán Jiménez', echando mano a sus fierros como queriendo pelear». Enrique Borja, de célebre nariz, se convirtió en el «Gran Cirano», y Cabinho, delantero que se reía al fallar goles, en el «Hombre de la Sonrisa Fácil». El bautizador universal apodó equipos enteros: el Cruz Azul de la gran época («la máquina que pita y pita») se transformó en «La Máquina Celeste», imagen que desbancó al fabril mote de «Cementeros». En plan humorístico, Ángel ofrecía falsas explicaciones de lo real. Cuando la cámara se acercaba a las siglas en el pecho de los soviéticos (CCCP), comentaba: «¿Saben qué significa eso? ¡Cucurrucucú Paloma!»

Hay algo que antecede a toda inclinación literaria: el descubrimiento de las palabras como símbolos mágicos. De golpe, el idioma utilitario se transforma en un mecanismo de invención. Concedemos poca importancia a este rito de paso, que suele provenir de un estímulo «popular», prejuicioso sinónimo de lo intrascendente. Y, sin embargo, el rumbo de una vida puede cambiar con un hombre que grita en un estadio. Porque Ángel gritaba como nadie. Después de romper el récord de duración de la palabra «gol», hacía una pausa para que se oyera «la voz del Azteca». Dueño de un timbre poderoso, convertía el juego más aburrido en epopeya: «¡Se hunde la nave... niños y mujeres primero!»

La primera vez que hablé por teléfono con él, hace casi veinte años, sentí un sobresalto al oír en forma privada el tono épico que encandiló mi infancia. Entonces supe que Ángel vive en continuo trance narrativo. Mi apellido le sonó familiar y preguntó a qué se dedicaba mi padre. «Es filósofo», contesté. «Ah, es un amigo de Kant», dijo la voz canónica. Al llegar a su casa, un jardinero venía detrás de mí, portando una guadaña: «Ahí viene Excálibur», comentó Ángel. Su inventiva llegó a un momento cumbre cuando el Che Ventura y otros colegas le hicieron un merecido homenaje. Ángel tomó un micrófono y nos formamos para felicitarlo. Acto seguido, ¡narró los abrazos! A cada quien le recordó un récord, una lesión terrible, un lance inolvidable, su atributo homérico.

He oído a Ángel comentar la correspondencia erótica entre Joyce y Nora Barnacle, la forma de vestirse de Bill Clinton, la secreta geometría del billar, los gloriosos tiempos de la minifalda y la pintura de María Izquierdo, de quien fue un temprano coleccionista. Esta curiosidad sin freno le sirvió para articular datos insólitos. Algunas de sus frases eran joyas para conocedores. Cuando el portero alemán Schumacher estuvo a punto de matar a un delantero, exclamó: «Le hundió el acero hasta donde dice 'Solingen'». Tardé años en saber que los mejores cuchillos alemanes llevan en la hoja el nombre de la ciudad donde fueron fundidos: Solingen.

Un detalle en apariencia trivial le servía para resumir un destino. Una tarde participamos en una presentación con el Pipiolo Estrada, mítico portero del Necaxa. Ángel encogió los dedos y dijo: «Tengo las manos engarrotadas de tanto treparme a las alambradas del Parque Asturias para ver jugar a este hombre. El Pipiolo tenía todo lo que yo quería tener y no podía ser mío. Ustedes se preguntarán qué era eso... ¡Un suéter de cuello de tortuga!» ¿Hay mejor forma de recordar la elegante estampa de un guardameta que esta significativa bagatela?

Ángel también ha sido grande por escrito, según revela esta descripción de Cid y Mulet, pionero de la historiografía del fútbol mexicano: «Un día, envuelto en el alarido del Estadio Azteca, pasó con su aire melancólico, el cabello revuelto y sus hijos haciéndole de guardianes. Era el hombre que se compenetró de tal manera con la historia del fútbol que le costaba trabajo volver a respirar tranquilo, después de esos años en que estuvo escarbando, preguntando, con una libreta y un lápiz ágil. Fue a los lugares más insólitos y los ojos se le pusieron rojos de tanto meterse entre el altero formidable de recortes de diarios, en las hemerotecas. Tenía la nariz negra de la pólvora de la tinta cuyas líneas seguía con el olfato de un perro cazador, como si el destino quisiera condecorarle por su persistencia en la búsqueda».

Esta escritura excepcional fue relegada en favor de la más histriónica tarea de locutor. Para Ángel la crónica es un hecho teatral desde que atestiguó el incendio del Parque Asturias. Ese día, no vio la cancha sino las tribunas. Ante el pánico, la ira y la pasión de la multitud, entendió el sentido profundo del fútbol, su imán simbólico. A partir de ese momento vincularía hechizos momentazos con perdurables mitologías.

Siguiendo al antropólogo Desmond Morris, se refería al fútbol como «El juego del hombre». Su verdadero juego fue el de la palabra. Hace unos meses le recordé algunas de sus proezas. Me vio con sorpresivo afecto, como si no recordara tantas y tantas imágenes. El rasgo más noble de la cultura popular es que reparte la inspiración individual. La obra de Ángel Fernández está en quienes recordamos sus fogonazos, pero también en quienes repiten sus hallazgos sin saber que son de él. «¡Me pongo de pie!», exclamaba el locutor ante un lance meritorio. Importa poco que yo me ponga de pie ante sus logros, pero importa mucho que se ponga de pie el niño de Mixcoac al que le reveló el juego del hombre.

México, Mayo 2006

Tuesday, May 30, 2006

Cinco días secuestrada/Almazán


Cinco días secuestrada, cinco días de infierno


Alejandro Almazán

Ana, nombre ficticio empleado para proteger su identidad, fue secuestrada durante cinco días, 120 horas en las que conoció de cerca una estación en la que la vida parece perder todo sentido. Hoy, meses después de que ha visto, frustrada y perpleja, cómo la negligencia, la corrupción y el desdén de las autoridades han permitido que sus plagiarios sigan libres, acepta contar en Larevista la historia de esos momentos de espanto. Este es su relato, verídico, directo, de primera mano.

1.- Tengo enfrente de mí el retrato de Mario Alberto Bayardo Hernández, el hombre que me secuestró durante cinco días. En este instante del 2 de febrero de 2004 vuelvo a mirar el rostro de quien también me violó. Del hombre que forma parte de la infame lista de los diez más buscados en México. Del hombre cuya fotografía ha sido colocada en algunos espectaculares de este Distrito Federal, el hábitat natural de Bayardo, aunque la otra mitad de su vida la divida en Tlaxcala.

Es el mismo secuestrador que ha sido llevado tres veces a las prisiones capitalinas, pero extrañamente siempre queda libre y regresa a liderar la banda que lleva su apellido. Es el sujeto que tiene negocios de lavado de autos y es dueño de microbuses en el área metropolitana, según la PGR. Es el hijo de Alberto Bayardo Rosales, y el padre de Geraldyn Alberto, detenidos por ser los plagiarios de Laura Zapata y Ernestina Sodi.

Es El loco. Así lo apodé durante mi cautiverio. Juro que es el que hace 60 días, a principios de diciembre, me apuntó con un revólver y me dijo que lo abrazara como si fuera su novia.

Era de noche. Yo estaba a media cuadra de la casa de Marcelo Ebrard, el jefe de la policía capitalina que se jacta de que en su colonia, la Del Valle, no hay secuestros. ¡Ah! Es él. ¿Cómo diablos olvidas al cabrón insano que, al final, prometió buscarme para ver si, de casualidad, me enamoraba de él?

Y la foto que miro es reciente. Se la tomaron el 13 de noviembre de 2003, cuando la PGR anunció que había detenido al azote del sur de la ciudad. Sonará insólito, pero veinte días después ya estaba libre... secuestrándome.

Es él: su barba de candado que me restregó en el pecho; su clara piel que tanto deseaba que yo observara cuando me violó; sus ojos verdes que te asustan; y su ancho cuello que me obligó a acariciar.

Seguramente la playera amarilla que viste en el retrato tamaño infantil huele a suavizante de telas, su irremplazable aroma que aún tengo pegado a la nariz. Y aunque sus gordas manos no se aprecian, quizá traía ese carísimo reloj Audemars Piguet que alcancé a mirar, ya en la parte posterior del auto en el que me trasladaron a una casa de seguridad. Una casa que era el infierno.

Es él. El primer y último rostro que miré, porque entonces me colocaron parches sobre los ojos.

***

Aquella noche del 2 de febrero Ana telefoneó al policía judicial que le asignó la procuraduría capitalina y que ella llama Pejota. Aturdida, le contó lo de la foto de Bayardo. Le dijo que era el mismo que ella había descrito en el retrato hablado.

El Pejota le comentó con su desenfado de siempre: "¿A poco todavía no te das por vencida?".

Semanas después, cuando un conocido le llamaría para decirle que en ese momento su secuestrador estaba en una plaza de toros, Ana recurriría a las autoridades federales, a la Agencia Federal de Investigación, en particular, que por esos días alardeaba de estar desmembrando bandas de secuestradores. Pero al final, terminaría hundida en la frustración.

***

2.- Desde antes de salir de aquella venta nocturna del Palacio de Hierro en Santa Fe, le dije a mi prima (que entonces iba a la mitad de un embarazo) que me sentía angustiada. Ella lo atribuiría a que tardamos casi diez minutos en encontrar en el estacionamiento el Clío negro, propiedad de la compañía en la que yo trabajaba.

Pero aquella ansiedad no me abandonó. Osciló. Bajó cuando dejé a mi prima en su casa, allá en Polanco, y un vigilante me deseó suerte.

Creció cuando estacioné el Clío, justo en la esquina de la calle donde vive Marcelo Ebrad. Bajé con mis bolsas del Palacio de Hierro. Abrí la reja de mi casa. Y miré la hora por última vez: las 10:45. Entonces, atrás de mí se escuchó un ruido tremendo, como si hubiera entrado un ventarrón.

3.-Eran dos tipos. Vestían trajes impecables, con mocasines. Sólo uno se agachaba y se cubría con una gorra que no cuadraba con su ropa.

Entonces el del traje gris, el de la barba de candado, el que apodé El Loco, el que ahora sé es Bayardo, sacó un revólver y, educadamente me dijo con su vozarrón que me volteara, que a partir de ese momento debía cerrar los ojos.

Dejé de verlo hasta que me arrancó las bolsas, me pidió el celular que me acababa de enviar un amigo de Europa y me colocó sobre los ojos la gorra de su acompañante. Durante los cinco días que duraría mi cautiverio no volvería a ver el rostro de nadie.

Me tumbaron en la parte posterior del auto. Reconocí que era el Clío por mis olores. El Loco recargó su codo y brazo sobre mis ojos y se acomodó en el asiento con los pies apoyados en mí. Me dejó en una posición tan incómoda que no podía respirar. Y yo sintiendo que el corazón se me salía.

El Loco trató de calmarme: "No te preocupes, tú eres una dama y nosotros unos caballeros, no te va a pasar nada".

Le dije que se llevara todo, pero que me dejara ir, que toda mi riqueza estaba en mi bolso: tarjetas de crédito boletinadas por tantas deudas. "Nosotros no somos pinches raterillos y ya cállate".

Y entonces sentí que algo se cerraba en mi espalda. Muchos pensamientos se desbocaron en mi cabeza: ¿me están confundiendo?, ¿así son los secuestros exprés?, ¿harían conmigo una snuff movie o sólo es una violación?

Salí de mis cavilaciones cuando El Loco empezó a acribillarme con preguntas: que si la mujer que había dejado en Polanco era mi hermana, que si no me había fijado que me perseguían desde Santa Fe, que dónde trabajaba, que si el carro era mío, y que qué inconciencia la mía de andar tan tarde en la calle...

Para cuando me pasaron a otro auto, un Jetta rojo, supe lo que es que los músculos ya no te obedezcan, que ni siquiera tengas fuerza para lanzar un grito; que tu cuerpo, desde ese momento, ya no te pertenece. Que has perdido la capacidad de oler y escuchar. ¿Ver? Jamás, los parches elaborados con gasa te clausuran los párpados. Eso sí, el aire frío fue la única realidad palpable.

Calculo que el traslado a la casa de seguridad habrá durado un par de horas. Casi todo fue en línea recta. Cuando nos estacionamos, El Loco me envolvió y alguien me cargó, pero me resbalé de sus brazos y mi cintura dio directo al filo de la baqueta. Escuché el vozarrón de El Loco reprobándolo y gritándole que tuviera mucho cuidado conmigo, pues me había convertido desde ya en la mujer de sus sueños.

Me llevaron a un cuarto, me aventaron en un colchón, me cambiaron los parches de los ojos por unos más grotescos y entonces llegó un hombre que dijo ser médico. Me obligó a desvestirme y, mientras hacía un registro minucioso de cada cicatriz en mi cuerpo, me dijo que sólo buscaba si no traía "un arroz", un chip localizador. Luego me habrán pasado un escáner, que sonó en mi tobillo y se enojaron.

"¡Sí trae arroz, sí trae!" y alguien cortó cartucho. Pero el doctor lo detuvo: se dio cuenta que era un viejo clavo que une mis huesos desde la adolescencia.

Cuando terminó la revisión, El Loco me dijo dos cosas: Una: "Estas son la reglas: Si te pones loca, te madreamos. Si tratas de huir, te matamos. Si te quitas los parches, te matamos. Si te portas bien, verás que esto nunca ocurrió".

Y dos: "Ya hablamos con tu papá, mi amor. Que regreses a casa depende de él. Porque, bueno, no te he dicho, pero estás secuestrada".

Entonces me enrosqué en el colchón y tomé la cobija como si fuera un estúpido escudo. Ese fue mi pequeño mundo en cinco días.

***

El primero de la familia que se enteró del secuestro fue el padre de Ana, un profesor. Eran las tres y cuarto de la mañana cuando sonó el teléfono. El Loco fue breve: le exigió un millón de pesos de rescate y se disculpó de que le estuviera pidiendo dinero y no la mano de su hija.

También le dio instrucciones de dónde recoger el Clío negro y le advirtió que se lo devolvía a cambio de que la empresa donde trabaja Ana no levantara denuncia alguna.

El profesor se comunicó con algunos jefes de la policía que fueron sus vecinos. Y ellos mismos le recomendaron que no denunciara, que era mejor juntar la mayor plata posible -que no llegaría a más de 50 mil pesos-. Sería hasta el sábado cuando el secuestrador volvería a telefonear.

***

4.-Chavo, al que fue asignado mi cuidado, me contó por qué la casualidad me condenó al secuestro: iban por otros jóvenes, pero no pudieron alcanzarlos. Y estaban tan frustrados que de pronto apareció el Clío negro con una mujer a bordo. Chavo terminó compartiendo la soledad de mi encierro.

5.- La primera noche fue de insomnio.

Te sientes cómo te invade un vacío inconmensurable. Estás en el desamparo total.

6.-Chavo no pasaba de los 18 años. Y se identificó conmigo por una simple razón: él era adicto a la cocaína y yo había trabajado en una clínica de adicciones. Eso me funcionaría durante el cautiverio: gracias a la confianza que le inspiré, se abstuvo de aturdirme con tranquilizantes.

Y poco a poco fueron regresando mis sentidos. Agucé el oído lo más que pude para escuchar mi entorno: oía los rugidos de los autos o los rumores de tráilers, y me imaginaba que estaba a orilla de una carretera. Oía los programas de la televisión, y me ayudaba a calcular las horas.

Pero también escuché otras cosas.

Como una radio de banda que soltaba claves como "R10", "R30", o "un 24 en la 12". Luego me enteraría que son contraseñas de la policía.

O como aquellos gritos de adolescentes que duraron toda esa noche y que Chavo me explicó el por qué: "Son dos morritas que traían un Jaguar. Ahorita están gritando porque las están violando. Pero no te angusties, le gustas al jefe y nadie te va a hacer daño. Salvo él, si se pone loco".

Cada vez que fui al baño escuché llantos y los televisores o radios encendidos. Me imaginé los infiernos de cada uno. Chavo me dijo aquella noche que tenían "casa llena" de "visitas", como nombran a los secuestrados.

7.-A la mañana siguiente, se escucharon helicópteros. Chavo me pegó una pistola en la cabeza y me dijo que, si era la policía, tendría que matarme, pues era mejor que lo condenaran a diez años por homicidio que a 40 por secuestro.

Los helicópteros se fueron. Chavo me pidió una disculpa y luego me dejó tocar la cacha de su pistola: ahí tenía grabada la imagen de San Judas Tadeo.

8.-Hablamos Chavo y yo de muchas cosas el día dos de cautiverio:

Que él ya tenía tiempo en este negocio. Que ganaba bien. Que compraban las revistas Caras, Quién y los suplementos donde los ricos son fotografiados en toda su altivez, para aprenderse bien los rostros de a quién van a secuestrar, pues ellos sólo raptan a gente adinerada.

Que, claro, también son matones. Que las banditas que han surgido son unos improvisados y ponen en riesgo el negocio, y que de ahí que ellos delaten a esos espontáneos con la policía. Que buena parte de los jefes policiacos en el centro del país son sus protectores. Que cuando los detienen deben tener lista una millonada para ofrecérsela al juez. Que ellos sólo plagian a mujeres y a jóvenes, sobre todo en antros como El Alebrije o el Palmas 500...

"A los viejos con dinero, los dejan morir sus hijos. Y las esposas, rencorosas, terminan por darnos las gracias", me explicó.

Todavía lo escucho contándome una insalubre historia:

"Nos comunicamos con la esposa de un secuestrado y nos dijo que ojalá lo matáramos. La verdad nos dolió decirle al señor y hasta nos pusimos a sus órdenes por si quería que le echáramos bala a la pinche vieja desgraciada. Un compadre de él fue quien pagó el rescate. A la semana siguiente, leímos en el periódico lo de un asesinato de una mujer. Era la esposa. Ese güey la mató. ¿Imagínate al pinche loco que teníamos aquí? Por eso nos vamos con las morritas y los chavos, porque se ponen pedos, nos facilitan las cosas y por ellos sí pagan".

9.- Otra noche de insomnio y de espanto: otros de la banda, inestables y brutales, empezaron a golpear a un joven; escuché su llanto. En eso entró Chavo muy agitado y me dijo que me pusiera a rezar con él, porque sus compañeros estaban drogados y ya habían matado a un secuestrado.

Dejé de rezar después de varias horas cuando escuché a El Loco: "¿Buenos días, mi amor, qué quieres de desayunar?".

El desayuno fue una violación.

10.-El sábado llegó El Loco azotando la puerta y con un rostro enloquecido me dijo: "Tu papá no aguantó la negociación, le dio un infarto. ¿Ya ves? Dios quiere que te quedes conmigo".

* * *

Aquello era mentira. El padre de Ana estaba a esas horas esperando la prueba de vida para entregar el dinero allá por las Pirámides de Teotihuacan.

Ana terminó rota. Desconsolada, le pidió a El Loco que por favor la matara. El secuestrador se enfureció y le soltó: "¿Estás enferma, estúpida? Te puedo matar, pero te quiero mucho".

Hasta en la noche, Chavo le dijo a Ana que su padre estaba sano, que lo único que buscaba El Loco era verla humillada.

Y aunque el padre de Ana entregó el rescate, después de tantas indicaciones, su hija no llegó a casa.

* * *

11.- El domingo me quedé sola. Y al menos cuatro veces entró alguien distinto a mi cuarto, me pidieron que contara hasta diez y luego jalaban el gatillo. Terminaban riéndose.

Chavo no llegó hasta que empezó la final de Big Brother y lo maldije. Se disculpó diciéndome que había ido a visitar a su mamá.

Le conté que habían jugado a asesinarme.

"¿Si te ayudo a escapar me sacas del país?", me diría luego Chavo, muy nervioso. Al escucharlo, lo único que sentí en ese momento fue que ya estaba decidido: me iban a matar.

12.- Cuando Omar Chaparro fue declarado el ganador de Big Brother, apareció El Loco y soltó: "¡Te vas, mi amor!". Y ordenó a Chavo que me peinara y me limpiara con alcohol. Ahí, Chavo se me acercó al oído y me pidió esto: "Dime que Dios me bendiga, por favor. Dímelo". Se lo dije.

Lo último que escuché de Chavo fue que no me confiara, que todo podía ocurrir.

Habré caminado unos 15 pasos, sujetada a las mano de Chavo, cuando sentí el frío y la voz de El Loco: "Vas a abrazarme como si fuera tu novio, ¿eh? No vayas a hacer ninguna pendejada, mi amor".

Me subieron a una camioneta y en todo el trayecto, yo acostada, El Loco me manoseó y me dijo que yo le había traído paz a su vida y que estaba dispuesto a dejar "este trabajo" para casarse conmigo. "Te voy a buscar, mi amor".

13.-El Loco me ordenó bajar y contar hasta 120 antes de quitarme los parches en los ojos. Que entonces caminara hacia mi lado izquierdo hasta encontrar un módulo de policía, donde pediría un taxi con el billete que me enroscó en la mano. Y me dio un beso el cabrón.

No lo creí. Yo tenía en la cabeza la imagen de El Loco dándome el tiro de gracia. Estaba tiritando. Me sentía en un precipicio. Tenía la boca reseca.

No escuché cuando la camioneta arrancó. Y ni siquiera podía contar. Pero lo que me trajo a la realidad fue el grito lejano de una señora: "¡Ya apaga la tele, pinche güevón!".

Me arranqué los parches y apenas pude enfocar que estaba en una unidad habitacional. Corrí a buscar el módulo. Y, al llegar, el policía me miró con una expresión de sospecha muy comprensible: eran las tres de la mañana, y yo estaba sucia, maloliente y preguntándole dónde carajos estaba. "En Villa Coapa", me dijo y me ayudó a tomar un taxi en la Calzada de las Bombas.

Sólo hasta que entré al taxi me vi al espejo y no era yo: tenía cinta adhesiva por todo el rostro, los ojos estaban morados, no tenía color.

El taxista pensaba que me había golpeado mi pareja hasta que se dio cuenta que una camioneta nos seguía. Le tuve que decir que había sido secuestrada y que esos de la camioneta eran los que me habían liberado.

* * * Después de unos kilómetros de paranoia, el taxista dejó a Ana en casa. La camioneta se estacionaría casi enfrente de ella. Seguramente la vieron cómo Ana saltó al cuello a toda su familia y cómo la abrazó intensa y mudamente.

* * *

14.-Empecé a parchar mi vida.

Acudí a denunciar ante un ministerio público sin alma. Me hice carísimos análisis del VIH. Me topé con que en mi empresa mi jefa les contó a todos mi tragedia y me trataron con lástima; terminaron por despedirme. Mis amigos se alejaron. A mi padre le cayeron 20 años encima. A mis hermanas las condené a la demencia. Me quedé más pobre de lo acostumbrado.

Por fortuna me encontré con el Centro de Apoyo Sociojurídico a Víctimas del Delito Violento, de la procuraduría capitalina. Ahí me ofrecieron terapia sin ningún costo.

15.- Diez días después de que observé el retrato de Bayardo en la televisión y que no obtuve respuesta de mi Pejota, los diarios destacaron una noticia: un empresario había sido secuestrado en la colonia Del Valle, pero logró saltar de la Windstar donde lo trasladaban. La policía intervino y detuvo a los raptores; dos de ellos resultaron heridos.

Una de las fotografías que publicaron me cimbró: entre lo decomisado a la banda estaba una pistola cuya cacha tenía a San Judas Tadeo y un celular igual al mío, un modelo que no hay en México.

Los tenían en la delegación Gustavo A. Madero y fui para allá. Un comandante escuchó mi historia sin oírme. Le pedí verlos para intentar reconocerlos. Pero me trató con desprecio y me echó.

Por la tarde logré contactar al empresario que había librado el secuestro y me dijo que acababa de ir a denunciar. Pero que ya habían sido puestos en libertad "por falta de parte acusadora".

16.-En internet logré conseguir algunos datos de Bayardo:

Una entrevista de López Dóriga con José Espina, presidente del Consejo Ciudadano, donde éste decía que Bayardo era protegido en Tlaxcala por funcionarios de allá.

Unas columnas de diarios tlaxcaltecas donde lo ligaban familiarmente con el subprocurador de justicia Edgar Bayardo.

Denuncias en contra de magistrados del Primer Tribunal Colegiado del Primer Circuito en Materia Penal, pues ellos liberaron a Bayardo en sus dos primeros arrestos de 1990 y 1999. Se dice que recibieron varios millones de pesos.

Le proporcioné esta información a mi Pejota y es hora que no se ha comunicado conmigo.

17.- Un domingo me llamó una amiga y me dijo: "El tal Bayardo está ahorita en la plaza de toros de Tlaxcala".

Telefonee al número de la AFI donde reciben denuncias ciudadanas y me contestó una vieja pendeja:

-¿Bayardo? Y ése quién es, señorita.

Después de explicarle y darle señas, me dijo: "¿En una plaza de toros. No, señorita, ¿se imagina el gentío? Sígalo y llámenos luego".

18.- Ahora, frustrada, estoy aquí contándoles la bitácora de mi cautiverio.

Por qué vivo en la CD. de México/Goldman





Por qué vivo en la ciudad de México
Francisco Goldman


"No me cuesta trabajo reconocer que amo a la ciudad de México, esta ciudad de negativos fantásticos: la contaminación, el crimen, el desbordamiento urbano y la fealdad, la pobreza en las propias narices, que ejercen semejante atracción irresistible, carismática, sobre mí y tantos otros. En los últimos años he vivido aquí solo o acompañado, en relaciones y durante periodos de soledad y desilusión cauterizantes. He terminado aquí una novela, he comenzado otra, y ahora estoy sumergido en otra más. Me han asaltado y robado con violencia en tres ocasiones, incluyendo un secuestro a punta de pistola en un taxi, y una lucha brutal por salvar la vida -no exagero- con dos hombres que entraron en el departamento que alquilaba entonces; me he enamorado, desenamorado, y he encontrado un enemigo a muerte, una relación que, según he aprendido, exige la misma fidelidad y atención que un amor feliz; en otras palabras, he vivido aquí temporadas buenas y malas y, sin embargo, en las malas nunca he tenido la tentación de echarle a la ciudad de México la culpa de mis problemas, en realidad siempre tengo la secreta convicción de que hubiera sido peor en cualquier otro sitio. Me encanta llegar al aeropuerto de la ciudad de México cuando he estado ausente mucho tiempo, oler el aire químico, sentir el peso del cielo opresor, su sucia chatedad de aluminio, quedar atrapado en un taxi en medio del tráfico, maravillado ante la fealdad de concreto de los edificios circundantes, y su vasta repetición, y encontrarlos hermosos. Y ponerme nervioso por llegar a mi departamento, preguntándome si habrán entrado de nuevo, nervioso por tener que apagar el gas -si se habrán robado de nuevo las llaves o el tanque de la azotea- y anticipar lo fácil que será restablecer mi rutina, mis rondas diarias de desayunos, deliciosos tacos de cazuela aquí, el almuerzo allá, todo durante un largo día de trabajo, coronado con unas bebidas en alguna cantina, casi siempre El Centenario, con amigos, o solo con un libro"
Francisco Goldman
"Por qué vivo en la ciudad de México"
Publicado en Gatopardo
Julio de 2000

Los Del Valle no nacieron ayer/Almazán


Los Del Valle no nacieron ayer


Alejandro Almazán


Ignacio, hoy preso en La Palma, es un líder social de los movimientos en San Salvador Atenco desde 1984. Su hija, América, se abrió paso entre los machos de la región.


Nacho del Valle:

El retrato hablado de la familia Del Valle, la de Atenco, es el siguiente: Ignacio del Valle Medina es un hombre de 50 años que no supera 1.55 metros, pero con un machete logró tumbar un negocio de 2 mil 700 millones de dólares. Es decir: echó abajo el nuevo aeropuerto que la administración foxista tenía planeado en las tierras de Atenco.

Se sabe que su padre, del mismo nombre, nació con esos genes de luchador social: fue el responsable de que en el reparto de tierras en los años setenta, los hijos de los ejidatarios recibieran una porción; rescató el parque de Los Ahuehuetes de las garras de la ex Secretaría de Agricultura y Recursos Hidráulicos, todo para que fuera el comisariado ejidal quien lo administrara y obtuviera algo de plata de los visitantes al lugar; rediseñó los carnavales en el pueblo para transmutarlos en fiestas culturales, y, antes de morir, quiso echar a andar un movimiento a favor de la salud, después de que a uno de sus tres hijos le fue diagnosticada una enfermedad crónica que, finalmente, hace cuatro años lo mató.

Haya sido in utero o in vitro, el caso es que Nacho demostró su labor social desde el CCH Naucalpan (hasta donde pudo estudiar, porque el hambre ameritaba ponerse a trabajar y él se refugió en la serigrafía para sortear esa franja de vida; vendió playeras estampadas).

Cuentan que desde entonces ayudaba a la mayordomía del pueblo, aun cuandono le correspondía, y empezaba a preocuparse porque Atenco no fuese golpeado por las políticas de gobierno que buscaban arrasar con sus recursos naturales.

En 1984, cuando tenía 28 años, se dio cuenta que su pesimismo tenía razón: los recursos naturales en Atenco y pueblos vecinos querían ser explotados a la brevedad, así es que se gestó un movimiento para defender, sobre todo, el agua. Los que alistaron a la gente en ese entonces fueron: Israel Rodríguez Sánchez El Macho Viejo (durante la pugna del aeropuerto lo echaron del grupo porque argumentaron que había sido cooptado por el gobierno federal), Benigno Arellano (hoy regidor perredista en Chimalpa), Nacho, Heriberto Salas El Caballo y Felipe Álvarez La Finini (estos tres presos en La Palma desde hace cinco días). El Frente Popular Regional Texcoco venció y retomaron el control de los pozos de irrigación. Atenco festejó.

Para 1988, Nacho y sus compañeros aparecerían como simpatizantes del Frente Democrático Nacional, encabezado por Cuauhtémoc Cárdenas. Pero una vez que le fue colocada la banda presidencial a Salinas, los caminos se bifurcaron: Benigno y otro compañero, llamado Rolando Uribe, lo moderados, se fueron al PRD. Y Nacho, El Macho Viejo, El Caballo y La Finini al Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT).

Pero Nacho no despuntaría en el PRT, sino hasta conocer a un ingeniero agrónomo de Chapingo: David Pájaro. Por él, Nacho supo del movimiento zapatista antes de que Marcos apareciera por vez primera en San Cristóbal de las Casas. Y desde Atenco se le envió al EZLN víveres, ropa y medicinas.

En otras palabras: la formación política de Nacho no se da el 22 de octubre de 2001 con el decreto de expropiación.

* * *

En ese octubre de 2001, María Trinidad, la esposa de Nacho, una mujer que es ocho años menor que él y que estudió corte y confección, dejó de ser esa ama de casa preocupada porque su esposo anduviera en los movimientos sociales. Se transformó en una soldadera: fue la encargada de los periódicos murales que informaban sobre la construcción del aeropuerto, se reunió con las mujeres de Atenco y sus alrededores para hablarles de la irreductible postura de ceder las tierras, y en los mítines y marchas era la que organizaba los víveres para los hombres del machete. Una adelita, pues.

Fue tal el liderazgo que logró Nacho durante las batallas por el aeropuerto, que cuando fue llevado al penal de Texcoco, el 12 de julio de 2002, junto con otro de los líderes, llamado Jesús Adán Espinoza (acusados los dos de robo agravado, bloqueo a las vías de la comunicación, motín, ultraje y privación ilegal de la libertad), el pueblo estaba desconcertado. No sabía qué hacer. David Pájaro sugirió, entonces, que todos los reporteros que se encontraban en ese momento en Atenco quedaran secuestrados hasta la liberación de sus compañeros. América del Valle, la hija de Nacho, una chica de 22 años que no ha terminado su carrera en la Pedagógica Nacional, y cercana al CGH, contrarió a David frente a todos y los medios pudieron hacer su trabajo.

Ese día terminó el liderazgo de David y nació América como la vocera del movimiento. Ella fue la que negoció la liberación de su padre y de Adán tres días después, fue la que ordenó tomar la subprocuraduría de Texcoco para presionar a las autoridades de que Nacho fuera absuelto. Hasta ahora, la joven tiene convocatoria. Tanta que está en la mira de las autoridades.

Pero en un pueblo donde la tradición es que los hombres y los viejos sean los que manden, a América le ha costado un poco de trabajo ser una adalid. "Es que en Atenco decimos que un líder no se gana su lugar por ser letrado, sino por los chingadazos", dice Benigno, el regidor de Chimalpa.

Nacho hubiese querido que su hijo mayor, Ulises, fuera el heredero de esa tradición. El problema fue que el muchacho se casó terminando la secundaria. Además, es introvertido. Su trabajo se ha centrado básicamente en la organización: va con los ejidatarios de Tláhuac, de Xochimilco, de Cuajimalpa, visita Chiapas o Tepoztlán. Intercambia información, formas de cómo gobernar en autonomía. Ese, hasta el momento, ha sido su trabajo. Al final, me dice Benigno: "No sé cuál es el futuro de mi compadre, de Nacho, pero los Del Valle van a seguir en Atenco, de eso estoy seguro".

Y tiene razón.


Miércoles, 10 mayo 2006

La visión de Magdalena/Fadanelli


La visión de Magdalena

Guillermo Fadanelli

La noche del dieciocho de septiembre de 1985 estuve intentando bajarle los calzones a Magdalena Godínez. ¿Por qué razón estaba yo haciendo algo semejante? Porque ninguna persona bien nacida, en su sano juicio y en la situación en la que yo me encontraba podría haber hecho otra cosa. Magdalena se resistía, pero no debido a que considerara una afrenta desprenderse de su ropa íntima, sino porque, afirmaba, se había apoderado de ella un mal presentimiento. ¿Qué clase de presentimiento puede hacer que una mujer así de entera se comporte como una colegiala? No lo sé, ni tampoco lo comprendo, pues en mi caso ningún augurio me habría impedido inmiscuirme entre las piernas de una mujer tan bella. Ni siquiera el saber que sería contagiado por una enfermedad africana me habría hecho dar un paso atrás en mis intenciones. No se me escapa que esta afirmación puede parecer absurda, pero me conozco y no está en mi ánimo tomar precauciones cuando mi cuerpo ha decidido lanzarse de bruces a una aventura: prefiero perderlo todo en una sola batalla.
Mientras intentaba convencer a Magdalena de que estaba cometiendo una insensatez, mi mente se hacía a un lado para detenerse en la posibilidad de que una vez terminada nuestra faena nos sucediera una desgracia. Las mujeres saben más del futuro que del pasado y podrían predecir el fin del mundo con mayor exactitud que un congreso científico. Basta que cierren las piernas y todo se va al carajo.
La conocí en Acapulco un mes antes de la noche fatídica del dieciocho de septiembre cuando se negó a entregarme sus pantaletas. No había nadie más en la alberca del condominio Galeón: sólo Magdalena, propietaria del departamento doscientos uno, y yo. ¿Qué hacía yo en ese condominio con vista al mar? Nada distinto a lo que hacía el resto de mis vecinos: olvidarse por unos días del gran monumento a la estupidez que un eufemismo se obstina en llamar Ciudad de México. Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco. Yo era pobre, pero acudía a mi amigo Mauricio Calderón que al igual que Magdalena tenía dinero, un convertible y un departamento de lujo en Acapulco.
-Creo que tenemos hábitos similares -le dije. Ella secaba su cuerpo a un costado de la alberca.
-No verás a nadie hasta después de las diez; su colesterol no se los permite -respondió sin mirarme. Áspera.
-Espero que jamás nos enamoremos -.¿Por qué dije esto?, no lo sé, acaso impulsado por la visión de su hermoso cuerpo dorado. Estaba próxima a los cuarenta, pero su dinero, su convertible y su departamento de lujo en Acapulco le restaban una década por lo menos.
-No te preocupes, estoy sola, no enferma. ¿Quién eres tú? -me preguntó. La respuesta, lo que siguió a la respuesta y las dos noches siguientes las conservo todavía en la memoria donde espero queden guardadas para siempre.
Un mes después de nuestro primer encuentro, Magdalena me llamó para citarme en su departamento de la calle Tabasco, en la colonia Roma. Lo primero que hizo fue preguntarme si la recordaba: coquetería innecesaria, pues estaba segura de que no la había olvidado y de que había estado pensando en ella todos los días.
-No sólo te recuerdo, te extraño -dije, limitando mis emociones a una frase convencional.
-¿Y entonces por qué no me has llamado, maldito hijo de puta?
-Temía molestarte.
-Por supuesto que me habría molestado, ¿podemos vernos esta noche? -no sé por qué razón pensé que me estaba citando en Acapulco. Aún así acepté.
A las nueve de la noche del miércoles dieciocho de septiembre de 1985 estaba yo frente a la puerta del departamento de Magdalena en la calle Tabasco (su departamento era en realidad una hermosa casa de piedra que había sido dividida en dos). A las diez habíamos terminado la primera botella de vino; a las once las botellas vacías sumaban dos; a las once y media estaba yo encima de ella intentando quitarle las pantaletas. Fue cuando comenzó a hablar del presentimiento.
Magdalena no era una mujer que se entregara a las supercherías y carecía de escrúpulos cuando el asunto era darse placer. ¿Entonces? Lo mismo me preguntaba yo.
-Va a suceder algo terrible, lo siento aquí -y se tocaba con un dedo el vientre desnudo.
-No, mi amor, estoy aquí para protegerte.
-Qué pendejo eres; estoy hablando en serio.
Decidí esperar. Y no miento al decir que me sentía un miserable, un jorobado, un ser al que una mujer decide despreciar sólo porque de repente tiene un jodido presentimiento. Fue en ese momento que abrimos la tercera botella de vino.
A las tres de la mañana, Magdalena tenía aún las pantaletas puestas, y además estaba más borracha que un cura. Al vino había seguido el whisky, así que yo también me encontraba fuera de combate. Pese a nuestro estado crítico continuamos conversando. Quien haya conversado con una mujer que sólo viste blusa y pantaletas sabrá que no existe placer más sofisticado. Quien no lo haya hecho puede seguir bregando.
-Tenías razón, Magdalena, ha sucedido una desgracia -dije, pero mis palabras no causaron en ella una reacción inesperada.
-Siempre tengo razón; de hecho fui educada para tener razón, ¿o tú qué crees?
-Si quiero una erección tendré que esperar hasta mañana. Tú misma has provocado la catástrofe -dije. No sé si arrepentida, Magdalena me abrazó y puso sus labios sobre mi pecho:
-Perdóname, hombre, y sírveme otra copa.
En la recámara no existían rastros de matrimonio, o presencias infantiles. ¿A qué se dedicaba esta mujer? La recámara, tan amplia como mi casa entera, tenía encima la mano de varios sirvientes esmerados y fieles. No había en ese departamento huellas de una vida en comunidad: ¿una viuda que ha encontrado en su repentina libertad un placer nunca imaginado? Me pregunté si Magdalena no sería una vendedora de arte, pero no pude responderme porque me quedé dormido y desperté a las nueve de la mañana cuando la ciudad se había venido abajo.
-La casa se ha puesto en huelga -dijo Magdalena-. ¿Qué carajos hiciste?
-Nada, estoy levantándome.
-Tampoco puedo hacer llamadas -Magdalena seguía ebria y caminaba ansiosa de un lado a otro de la recámara.
-Tomando en cuenta tu comportamiento de anoche, creo merecer que te quedes conmigo esta mañana.
-Lo que necesitamos es un buen desayuno, conozco un lugar a dos cuadras de aquí.
Dos cuadras fueron suficientes para darnos cuenta de que, mientras dormíamos, la ciudad había intentado matarse. Mudos, permanecimos de pie frente a los escombros de un edificio. Allí, desesperado, un hombre arrancaba piedras de lo que había sido su casa. Pedía ayuda, pero cada quien estaba concentrado en su propia desgracia: el polvo dando vueltas en el aire, el silencio de camposanto, las miradas incrédulas, la voz de un radio de baterías haciendo el recuento de los daños, eran las notas centrales de una sinfonía fúnebre. Tomé de la mano a Magdalena para volver a su casa. Entramos a ciegas, como quien desea volver a un hermoso sueño que recién ha abandonado. Serví licor en dos vasos y bebimos en silencio hasta que Magdalena volvió a quedarse dormida.

Fadanelli. Autor de Lodo y La otra cara de Rock Hudson, entre otras novelas.

Escenas de un mundo incumplido/De Mauleón


Escenas de un mundo incumplido

Héctor de Mauleón

Uno


Los periódicos del 19 de septiembre de 1985 producen una de las sensaciones más extrañas del mundo. Son los diarios impresos la noche anterior al temblor, cuando nadie sabía que se estaban viviendo las últimas horas del mundo antiguo. Son los diarios que nadie leyó: quedaron olvidados en los kioscos, mientras la gente buceaba entre los escombros llorando por sus muertos. Contienen un mundo incumplido. Resultan perturbadores porque están llenos de algo que jamás llegó.
Ese jueves iba a jugarse el primer partido de la semifinal entre América y Atlante: las habilidades de Zelada, Brailovsky, Vinicio Bravo y Gonzalo Farfán parecían superar las más modestas de Pedro Soto, el “Pueblita” Fuentes o el “Chocolate” García. Para ese día estaba programado el estreno “mundial” de Gavilán o paloma, película sobre el auge y caída del Príncipe José José, que sería exhibida en 28 salas de la capital. Luis Miguel, Lucerito, Menudo y Parchis se presentarían en un programa especial, por el Canal 2, a las 14:30. Luego comenzaría el ciclo “Tardes de juventud”, con una película de Silvia Pinal y Rafael Bertrand.
Si la vida hubiera seguido como de costumbre, Julieta Bracho habría dado en ese mismo canal una lección más del curso de inglés Follow me; por la tarde, Irán Eory conmovería a su público con el nuevo capítulo de la telenovela Principessa, y por la noche Blanca Sánchez y Enrique Rocha promoverían la llegada del Videocentro a través de un programa en el que serían transmitidas “las más grandes escenas de las películas que videocentro tiene para su renta”.

Dos
Se esperaba un día nublado, con posibilidad de lluvias por la noche. Era el día de las Emilias, las Constanzas, los Ricardos y los Geranios: los festejados podrían celebrar su onomástico viendo el show de Vitorino en el Quórum del Hotel Crown Plaza, o podrían asistir al Teatro República para reírse con los albures de Chóforo y Varelita (que escenificaban La que quiera azul celeste que se acueste). También podrían adquirir un boleto para las 250 representaciones de La perricholi, obra en actuaba Rosenda Montero. En los Televiteatros de Cuauhtémoc y Puebla, iba a representarse José el soñador. En el Morocco, del Conjunto Marrakesh, cantaban esa noche Jorge Vargas, Alicia Juárez y Cruz Infante. El cine Regis sacaría de cartelera El vuelo de la cigüeña (última cinta que proyectó) para estrenar, en la tarde, una película de José Carlos Ruiz: Vidas cruzadas.
Quizá las Emilias, las Constanzas, los Ricardos y los Geranios iban a recibir presentes adquiridos en la tienda departamental Salinas y Rocha, que anunciaba descuentos en máquinas de coser, aspiradoras, motocicletas y ventiladores. En ese jardín de senderos que bifurcó el terremoto, la procuradora capitalina Victoria Adato había contemplado recorrer las nuevas instalaciones de la dependencia, en la colonia Tránsito. La Secretaría de Desarrollo Urbano y Ecología, encabezada por el villano de esos días, Guillermo Carrillo Arena, anunció que el problema de vivienda estaba a punto de ser resuelto: el gobierno federal haría una inversión de 630 millones de pesos para construir unidades habitacionales que beneficiarían a 770 mil familias.
Para ese mismo día, la Secretaría de Hacienda anunciaba la puesta en marcha de la “Operación Tepito”, cuyo objetivo era desterrar para siempre, de esa parte de la ciudad, el contrabando.

Tres
A las 7:19, el sendero se bifurcó. El día que se esperaba nublado se convirtió en “jueves negro” (de acuerdo con la denominación ensayada por Emilio Viale en las páginas de El Universal). Las instalaciones que Adato pensaba recorrer se cayeron: bajo los escombros aparecieron los cuerpos de delincuentes torturados. El problema de vivienda no sólo no se resolvió, infinidad de edificios construidos por el apenas 24 horas antes triunfal Carrillo Arena, se volvieron cascajo. Comenzó el “jueves negro” con la ciudad sin agua, sin teléfonos, sin energía eléctrica. Dejó de funcionar el Metro, hubo fugas de gas. Todo era polvo y humo. Todo era ruinas y devastación. Nunca olvidaré el semblante de la gente parada en las esquinas de la colonia Roma: miraban una ciudad que ya no conocían.
Ese día el tráfico se paralizó, salió a flote la miseria escondida en las vecindades. Caminé por la Roma porque había sabido que el edificio donde vivía un amigo se había venido abajo. En Orizaba y San Luis viví los segundos más angustiosos que recuerdo: los referentes habían desaparecido y no supe en qué sitio, en qué calle, en qué esquina me encontraba.
Acababa de nacer otra ciudad, de la que veinte años después no hemos escapado. El tráfico sigue paralizado y la miseria escondida en las vecindades, como polvo guardado bajo la alfombra, ocupa ahora con membrete oficial ambas aceras de la calle. Resulta inconcebible que horas antes del desastre los políticos hayan anunciado la llegada de un mundo mejor. Había, sin embargo, otras señales. Como si la ciudad nos jugara bromas crueles, en la marquesina del cine Tlatelolco se anunciaba la película de Carmen Salinas Tú puedes mexicano, y en la marquesina del Cinema uno, que quedó reducido a polvo, se estrenaba esa noche Solos en la oscuridad.
Qué extraño hojear ahora esos periódicos. Ante la promesa de ese mundo incumplido, y otra vez de la mano de Borges, es fácil pensar que efectivamente los senderos se bifurcaron. Que en algún lugar el Cinema uno exhibió Solos en la oscuridad, que en ese mismo sitio el Regis estrenó Vidas cruzadas; que Vitorino debutó en el Quórum, y que la gente salió a la calle al terminar la función: se disgregó en el manto oscuro de la ciudad, iluminado intermitentemente por vendedoras de tamales, cafés de chinos y puestos de quesadillas.
Pero de este lado, en donde antes estuvieron esos sitios no hay más que lotes baldíos y estacionamientos, cicatrices que tuvimos, y se quedaron para siempre.

De Mauleón. Periodista y escritor.