Wednesday, May 31, 2006

La sonrisa de Elena/JJ Blanco


José Joaquín Blanco

Elena Poniatowska empezó desde arriba, con total insolencia. Ya están desde el principio su estilo, su ironía, su ritmo, su música, su crítica, su desparpajo, su chantaje de que "soy sencillita pero cuídate de mí más que de una bruja"; su voluntad de sonrisa y de vida. Su talento sobresaltó en los cincuenta a su "tío" Salvador Novo, con mucho el más sensible termómetro cultural de que disponía el país.

Alfonso Reyes pudo haber dicho de ella: "Nació como Minerva, completamente armada". En efecto: Lilus Kikus, Palabras cruzadas y Todo empezó en domingo ya revelaban, en lo esencial, a la escritora Elena Poniatowska que admiramos en este fin de siglo.

Abundan, para mi gusto, los vuelos de ángeles en la Ciudad de México que describe con "tanta chispa", según se decía durante los años cincuenta, en Todo empezó en domingo. ¡Tanta gracia en la ciudad! Pero el ángel es Elena y no tanto la Ciudad de México, la cual sonríe en este libro en el rostro de su autora, y no tanto por sus méritos urbanos, igual que sonrió con tan entrañable ademán y escasos merecimientos propios en los libros de Bernardo de Balbuena y de Salvador Novo, y en las crónicas de Manuel Gutiérrez Nájera.

Pero nunca hubo un paraíso en estas partes, ni una región muy transparente. Si uno se asoma a los archivos, a las hemerotecas, a la literatura, encontrará que todo siempre ha sido espantoso. La Ciudad de México aparece como bonita o fea por puros méritos ideológicos, o por vicisitudes, caprichos y, sobre todo, por voluntarismos líricos.

Nuestra ciudad parece bonita cuando hay un Gutiérrez Nájera que la cante, cuando no, no: queda desnuda e inerme ante los hechos indiscutibles del atroz panorama de su fealdad ridícula y su mundialmente célebre desigualdad social. Toda la diferencia suena en que haya o no un Gutiérrez Nájera que la cante.

Elena Poniatowska nos ha enseñado, con muy duros tonos, la crítica de la vida —La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, sus crónicas del temblor— y del país; pero siempre hay en su bandera una sonrisa indirecta, una voluntad de vida, y no sólo de la Vida como proyecto y teoría, sino de la vida que hay que vivir, banal o insoportable, minuto a minuto. La sonrisa esencial para las minucias instantáneas. Dijo Auden en su poema de homenaje a Voltaire: "Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar".

Elena pinta en este libro una ciudad muy diferente de la que nos mostraron en esos mismos años Buñuel en Los olvidados y Revueltas en Los errores, porque era más joven que ellos, y sus ojos estaban llenos de gracia y no de experiencia; acepto su México iluminado porque veo la sonrisa de la escritora. Así acepto también, agradecido, las sonrisas de Balbuena, de Gutiérrez Nájera, de Novo.

Recuerdo en mi infancia otra ciudad, harto diferente de la que podría deducirse, en una lectura nostálgica, de las crónicas de Elena. Ya era, entonces, una ciudad agresiva, hosca, invivible, peleonera, policiaca, intransitable. Todos los escritores extranjeros que la visitaban la encontraban menos soportable que Tánger o Calcuta, aun en los años cincuenta. Los provincianos ya la detestaban. Los únicos que no estábamos enterados éramos los chilangos. Hay un mito de la impecable ciudad de los cincuenta como el que ocurrió de la "ciudad de los palacios" del siglo XIX: ambas horrendas, con escasos espacios disfrutables, siempre ariscos y carísimos, como la actual.

Recuerdo en los cincuenta ya la ciudad del Nada y del nunca pero no "nadie" sino todo mundo estorbándole a uno el paso en todos lados; colas para todo y sin conseguir nada. Para cualquier trámite ínfimo (la leche de la Conasupo, o como se llamara entonces, y la entrada al kínder); las "influencias", las credenciales (en esos años, hasta simples tarjetas de visita). Desde entonces.

Sin embargo, parecería escasa, desde la perspectiva actual, aunque ya era todo un escándalo mundial, la truculencia policiaca en asuntos civiles: todo se resolvía con "una feria". "Una feria" significaba en esos años ahora nostálgicos poco dinero (digamos, dos o tres días de salario). Sin "feria", quién sabe. Pero no era común esperar extrema crueldad deliberada de parte del hampa ni de la policía. No existía el actual pánico de la calle.

Ya era entonces, sin embargo, también una ciudad incaminable, aunque yo me esforzara por caminarla entre viaductos y puentes peatonales, como creo que muchos niños y jovencitos, pese a todo, la siguen caminando en estos nuevos tiempos de Blade Runner.

La miseria asomaba menos. Uruchurtu la tenía a raya. Prohibido invadir el coto minúsculo, saturado de camellones floridos y de jardines: los alrededores de Paseo de la Reforma, Polanco, Juárez, Condesa, Coyoacán, Del Valle, Florida, Las Lomas; detrás de la raya se extendía el terror que filmó Luis Buñuel en Los olvidados, que narró José Revueltas en Los errores, que recuerda la propia Jesusa Palancares en la novela Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska; que dejan entrever las películas de Pardavé y de Tin-Tan.

No añoro pues ningún pasado en Todo empezó en domingo. Me asombra la precoz, límpida capacidad de instantánea prosística: recuerdo los elogios de Rulfo a Lilus Kikus; celebro su disposición de voltearse, como flor, al lado en que da el sol.

Alabo su sonrisa. Alabo la intrepidez de esa chamaquilla, que, como diría Simone Weil, "en el infierno se creyó, por error, en el paraíso". Creo que esa voluntariosa necesidad o urgencia de dicha prosperó en su novela Hasta no verte, Jesús mío, en la cual logra el paisaje de la pobreza desde el honor, la altivez y la energía de una voz narradora sumamente vitalista, por más que la realidad obstaculice a cada rato a su personaje igualmente admirable.

Jesusa Palancares comparte parcialmente la época y, a regañadientes, el vitalismo de Todo comenzó en domingo. Sonríe con una arruga severa de labios, una verdadera sonrisa del alma, austera, seca pero florecida. Una florecilla de arruga, limpia y parca. La auténtica flor azul.

Esta sonrisa no es ajena a La noche de Tlatelolco, el libro más conocido de Poniatowska y una de las más formidables construcciones de la cultura mexicana contemporánea. Mientras todos los sabihondos sociólogos y filósofos pretendían no sé qué tesis doctorales descifradoras de no sé qué signos, Elena, insolentemente, asumió su ambigua modestia de reportera y fabricó un "coro", como se ha dicho, y con tal afinación y armonía, con tal verdad y profesionalismo, que destruyó por sí mismo el monopolio que el Poder tenía de la expresión pública.

Construyó en sus páginas un paradigma de sociedad democrática, coral, como todavía no logramos construir en la realidad. Y entonces ocurrió una verdadera votación democrática, inaudita: la que cientos de miles de lectores hicieron al ir a comprar ese libro. Libro por libro. Un voto de calidad mayúscula, la compra de cada ejemplar de La noche de Tlatelolco.

En el plano literario, podemos legítimamente enorgullecernos de la obra maestra que logró el reportaje, o la historia oral, o la crónica, o como se quiera llamar a un género tan ambicioso como La noche de Tlatelolco. Episodios equivalentes más difíciles, en Europa, Asia, Africa o los Estados Unidos no contaron con semejante audacia y plenitud profesional. ¿De veras el New Journalism ocurrió en Nueva York? No, culminó sobre todo en un libro mexicano de Elena Poniatowska.

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