La sonrisa de Elena/JJ Blanco

José Joaquín Blanco
Elena              Poniatowska empezó desde arriba, con total insolencia. Ya están              desde el principio su estilo, su ironía, su ritmo, su música,              su crítica, su desparpajo, su chantaje de que "soy sencillita              pero cuídate de mí más que de una bruja";              su voluntad de sonrisa y de vida. Su talento sobresaltó en              los cincuenta a su "tío" Salvador Novo, con mucho              el más sensible termómetro cultural de que disponía              el país.
           
Alfonso              Reyes pudo haber dicho de ella: "Nació como Minerva, completamente              armada". En efecto: Lilus Kikus, Palabras cruzadas              y Todo empezó en domingo ya revelaban, en lo esencial,              a la escritora Elena Poniatowska que admiramos en este fin de siglo.
           
Abundan,              para mi gusto, los vuelos de ángeles en la Ciudad de México              que describe con "tanta chispa", según se decía              durante los años cincuenta, en Todo empezó en domingo.              ¡Tanta gracia en la ciudad! Pero el ángel es Elena y              no tanto la Ciudad de México, la cual sonríe en este              libro en el rostro de su autora, y no tanto por sus méritos              urbanos, igual que sonrió con tan entrañable ademán              y escasos merecimientos propios en los libros de Bernardo de Balbuena              y de Salvador Novo, y en las crónicas de Manuel Gutiérrez              Nájera.
           
Pero              nunca hubo un paraíso en estas partes, ni una región              muy transparente. Si uno se asoma a los archivos, a las hemerotecas,              a la literatura, encontrará que todo siempre ha sido espantoso.              La Ciudad de México aparece como bonita o fea por puros méritos              ideológicos, o por vicisitudes, caprichos y, sobre todo, por              voluntarismos líricos.
           
Nuestra              ciudad parece bonita cuando hay un Gutiérrez Nájera              que la cante, cuando no, no: queda desnuda e inerme ante los hechos              indiscutibles del atroz panorama de su fealdad ridícula y su              mundialmente célebre desigualdad social. Toda la diferencia              suena en que haya o no un Gutiérrez Nájera que la cante.
           
Elena Poniatowska nos ha enseñado, con muy duros tonos, la crítica de la vida —La noche de Tlatelolco, Fuerte es el silencio, sus crónicas del temblor— y del país; pero siempre hay en su bandera una sonrisa indirecta, una voluntad de vida, y no sólo de la Vida como proyecto y teoría, sino de la vida que hay que vivir, banal o insoportable, minuto a minuto. La sonrisa esencial para las minucias instantáneas. Dijo Auden en su poema de homenaje a Voltaire: "Sí, la lucha contra lo falso y lo injusto/ siempre vale la pena. Igual que la jardinería. Civilizar".
Elena              pinta en este libro una ciudad muy diferente de la que nos mostraron              en esos mismos años Buñuel en Los olvidados y              Revueltas en Los errores, porque era más joven              que ellos, y sus ojos estaban llenos de gracia y no de experiencia;              acepto su México iluminado porque veo la sonrisa de la escritora.              Así acepto también, agradecido, las sonrisas de Balbuena,              de Gutiérrez Nájera, de Novo.
           
Recuerdo              en mi infancia otra ciudad, harto diferente de la que podría              deducirse, en una lectura nostálgica, de las crónicas              de Elena. Ya era, entonces, una ciudad agresiva, hosca, invivible,              peleonera, policiaca, intransitable. Todos los escritores extranjeros              que la visitaban la encontraban menos soportable que Tánger              o Calcuta, aun en los años cincuenta. Los provincianos ya la              detestaban. Los únicos que no estábamos enterados éramos              los chilangos. Hay un mito de la impecable ciudad de los cincuenta              como el que ocurrió de la "ciudad de los palacios"              del siglo XIX: ambas horrendas, con escasos espacios disfrutables,              siempre ariscos y carísimos, como la actual.
           
Recuerdo              en los cincuenta ya la ciudad del Nada y del nunca pero no "nadie"              sino todo mundo estorbándole a uno el paso en todos lados;              colas para todo y sin conseguir nada. Para cualquier trámite              ínfimo (la leche de la Conasupo, o como se llamara entonces,              y la entrada al kínder); las "influencias", las credenciales              (en esos años, hasta simples tarjetas de visita). Desde entonces.
           
Sin              embargo, parecería escasa, desde la perspectiva actual, aunque              ya era todo un escándalo mundial, la truculencia policiaca              en asuntos civiles: todo se resolvía con "una feria".              "Una feria" significaba en esos años ahora nostálgicos              poco dinero (digamos, dos o tres días de salario). Sin "feria",              quién sabe. Pero no era común esperar extrema crueldad              deliberada de parte del hampa ni de la policía. No existía              el actual pánico de la calle.
           
Ya era entonces, sin embargo, también una ciudad incaminable, aunque yo me esforzara por caminarla entre viaductos y puentes peatonales, como creo que muchos niños y jovencitos, pese a todo, la siguen caminando en estos nuevos tiempos de Blade Runner.
La              miseria asomaba menos. Uruchurtu la tenía a raya. Prohibido              invadir el coto minúsculo, saturado de camellones floridos              y de jardines: los alrededores de Paseo de la Reforma, Polanco, Juárez,              Condesa, Coyoacán, Del Valle, Florida, Las Lomas; detrás              de la raya se extendía el terror que filmó Luis Buñuel              en Los olvidados, que narró José Revueltas en              Los errores, que recuerda la propia Jesusa Palancares en la novela              Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska;              que dejan entrever las películas de Pardavé y de Tin-Tan.
           
No              añoro pues ningún pasado en Todo empezó en              domingo. Me asombra la precoz, límpida capacidad de instantánea              prosística: recuerdo los elogios de Rulfo a Lilus Kikus;              celebro su disposición de voltearse, como flor, al lado en              que da el sol.
           
Alabo su sonrisa. Alabo la intrepidez de esa chamaquilla, que, como diría Simone Weil, "en el infierno se creyó, por error, en el paraíso". Creo que esa voluntariosa necesidad o urgencia de dicha prosperó en su novela Hasta no verte, Jesús mío, en la cual logra el paisaje de la pobreza desde el honor, la altivez y la energía de una voz narradora sumamente vitalista, por más que la realidad obstaculice a cada rato a su personaje igualmente admirable.
Jesusa Palancares comparte parcialmente la época y, a regañadientes, el vitalismo de Todo comenzó en domingo. Sonríe con una arruga severa de labios, una verdadera sonrisa del alma, austera, seca pero florecida. Una florecilla de arruga, limpia y parca. La auténtica flor azul.
Esta              sonrisa no es ajena a La noche de Tlatelolco, el libro más              conocido de Poniatowska y una de las más formidables construcciones              de la cultura mexicana contemporánea. Mientras todos los sabihondos              sociólogos y filósofos pretendían no sé              qué tesis doctorales descifradoras de no sé qué              signos, Elena, insolentemente, asumió su ambigua modestia de              reportera y fabricó un "coro", como se ha dicho,              y con tal afinación y armonía, con tal verdad y profesionalismo,              que destruyó por sí mismo el monopolio que el Poder              tenía de la expresión pública.
           
Construyó              en sus páginas un paradigma de sociedad democrática,              coral, como todavía no logramos construir en la realidad. Y              entonces ocurrió una verdadera votación democrática,              inaudita: la que cientos de miles de lectores hicieron al ir a comprar              ese libro. Libro por libro. Un voto de calidad mayúscula, la              compra de cada ejemplar de La noche de Tlatelolco.
           
En el plano literario, podemos legítimamente enorgullecernos de la obra maestra que logró el reportaje, o la historia oral, o la crónica, o como se quiera llamar a un género tan ambicioso como La noche de Tlatelolco. Episodios equivalentes más difíciles, en Europa, Asia, Africa o los Estados Unidos no contaron con semejante audacia y plenitud profesional. ¿De veras el New Journalism ocurrió en Nueva York? No, culminó sobre todo en un libro mexicano de Elena Poniatowska.

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