Baños Públicos/Clavel

Ana Clavel
Para Héctor de Mauleón
Al parecer, el primer baño público masculino en la ciudad de México fue un mingitorio involuntario: una fuente situada en la calle que desde entonces se conoció como de la “Pila Seca” porque, según refiere Luis González Obregón, nunca dio agua. Fue construida por el virrey Marquina, hombre de poco talento cuya partida festejaron así sus enemigos:
Para perpetua memoria
        nos dejó el Señor Marquina
        una pila en que se orina;
        y aquí se acaba su historia.
Pero la historia de los baños públicos masculinos               aún no se ha escrito a pesar de que, en 1917, el artista               francés Marcel Duchamp elevó un urinario de porcelana               a la categoría de arte. Ese gesto —lúdico y               transgresor— puede servirnos de punto de partida para emprender               una incursión sui generis y sacar a luz rincones               desconocidos de la ciudad de México —o sólo               visibles para la mitad de sus habitantes.
          Desde tarjas comunitarias               cual bebederos de caballo, hasta receptáculos individuales               que emergen como capullos porcelanizados de magnolias o alcatraces,               la ciudad de México registra baños públicos               masculinos verdaderamente peculiares.
          En pleno corazón del centro se encuentra El Gallo de Oro               (Venustiano Carranza y Bolívar), cantina fundada en 1874,               cuyas remodelaciones han sabido conservar una sección de               baños que son una espléndida fantasía orientalista:               azulejos mudéjares de la época de don Porfirio sirven               de marco a urinarios sin pedestal, semejantes a nichos que se extienden               hasta el suelo. En ésta, como también en La Puerta               del Sol (5 de Mayo y Palma) y muchos otros salones y restaurantes               que no poseen modernos sistemas de desagüe con vigilantes               lectores ópticos, se acostumbra depositar en el interior               de los mingitorios trozos o cubos de hielo para evitar el desperdicio               de agua. Los parroquianos suelen entretenerse jugando al tiro al               blanco especialmente cuando hay rodajas de limón o bolitas               de naftalina a modo de desodorante, o esculpiendo figuras en el               hielo. (Pero si se trata de recuperar el tiempo perdido, un restaurante               como el Seps de Tamaulipas, en Condesa, ofrece la primera plana               de los periódicos de mayor circulación en mamparas               colocadas frente a los usuarios de sus urinarios sesenteros estilo 2001:               Odisea del espacio.)
          Ya en el catálogo de 1888 de la firma de fontanería               Mott de Nueva York era evidente la preocupación por dar               privacía a cada urinario a través de divisiones y               compartimentos. Esta vertiente de mingitorios “privados” se               consigue en muchos sitios mediante la colocación de angostos               canceles que permiten a cada usuario concentrarse en su tarea (baños               del Auditorio Nacional), o distraerse admirando el diseño               ultramoderno, circular, en acero inoxidable de un espacio abigarrado               como el del restaurante Melee de Pabellón Polanco.
          A diferencia               de los receptáculos porcelanizados individuales,               las tarjas metálicas o piletas de cemento comunitarias establecen               una curiosa dinámica de socialización: todo mundo               sabe lo que se trae entre manos pero nadie osa meterse en los asuntos               del otro. Un caso extremo es la pulquería 60 Colorado (2ª de               Roldán y Manzanares), visitada por estibadores, albañiles               y trabajadores del barrio de la Alhóndiga, cuyo mingitorio               se encuentra a un lado de la entrada principal, a la vista de todos               los presentes, justo debajo de un mensaje escrito en la pared que               reza sin tapujos: “$1.00 la miada para coperación               de las flores de la Virgen. Gracias”.
          Otra variante inusitada               es la que se presenta en salones de larga existencia como el bar               Mancera (Venustiano Carranza 49) y la Guadalupana de Coyoacán, en los que al pie de la barra todavía               se extiende una canaleta que desaguaba fuera del establecimiento               y cuya función original muy pocos conocen: un mingitorio               comunitario de modo que, después de un par de tragos, los               parroquianos se bajaban la bragueta sólo preocupándose               de no salpicar. Por supuesto, eran tiempos de otro tipo de controles               de sanidad y sobre todo, tiempos en los que las mujeres tenían               prohibida la entrada a las cantinas.
          Tal vez muchos hombres lo ignoran,               pero el acto de orinar de pie no es común en todos los rincones del orbe. Ni los japoneses               ni los musulmanes conocían el inodoro y mucho menos el mingitorio —al               menos hasta su occidentalización— pues adoptaban una               posición en cuclillas. Y cuando uno descubre un urinario               como el del Museo del Chopo, con un grafitti que grita               desde la pared de mosaicos “Todos somos chingones”,               cabe la reflexión de si, más allá de razones               prácticas y por comodidad, el uso de urinarios en Occidente               no tendrá que ver con una virilidad masculina que se envanece               de sí misma y se jacta de su poderío —aunque               no falte en la misma leyenda el desliz jocoso de una mano marginal               que corrige el “todos” por un “todas” de               ambigua filiación.
          De todos los lugares visitados, los baños del Teatro del               Palacio de Bellas Artes son dignos de especial mención.               Entre elegantes muros de mármol negro brotan blanquísimos               los mingitorios cual capullos de flores, a los que llegué por               la frase con que me los describió un amigo: “Estar               frente a ellos es como tener la tentación de cometer un               deleitable ilícito...” Y sí, en su calidad               de fuentes o matrices receptoras, estos urinarios de los años               veinte son sensuales artefactos de una porcelana acariciante e               hipnótica. Así pues, en la ciudad de México               florecen y se conservan especímenes de baños públicos               masculinos que van desde lo meramente utilitario hasta formas pintorescas           y otros más que no se cansan de despertar la imaginación.

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